lunes, 19 de octubre de 2009

Los reprimo para que me entiendan

A su amor por la retórica hueca y por los viajes que le permiten saludar al planeta, el presidente Adolfo López Mateos (1958-1964) añade un rasgo idiosincrático: por motivos autobiográficos no tolera la disidencia: “A mi izquierda y a mi derecha está el abismo”. Formado en el vasconcelismo (movimiento que en 1929 se propone llevar a Vasconcelos a la Presidencia), al sobrevenir la derrota, la dispersión y el retorno humillado a las filas del gobierno, adopta el dogma que rige el resto de su vida: ante el régimen no hay opciones. El gobierno puede no tener la razón, pero si es suya la fuerza es suya la razón. Localiza en los disidentes el peor crimen: la impertinencia. Los criminales, la tesis se infiere por su actitud, lo son por instinto, no pueden evitarlo; los impertinentes desean usurpar a los funcionarios del señor presidente, el delito sin remisión.

A López Mateos no lo calman las pruebas de fuerza y quiere extirpar de raíz a los contestatarios. En 1958 se da a conocer Demetrio Vallejo (1910-1985), un dirigente seccional que encabeza los paros ferrocarrileros de Oaxaca en julio y agosto de 1958. Su temple de líder, su oratoria rudimentaria y sin ambajes lo elevan a la secretaría general del Sindicato Ferrocarrilero. Lo que este gremio ha ganado con la primera huelga le resulta insuficiente en lo tocante a salarios, condiciones de trabajo y respeto a la autonomía sindical. Ante la cerrazón de las autoridades inicia otra huelga que el gobierno no puede admitir. Los ferrocarrileros aguardan un ofrecimiento digno, pero el Ejecutivo se niega al diálogo. López Mateos, a la usanza priísta, convoca a Vallejo a Los Pinos para convencerlo o intimidarlo. Vallejo, según la leyenda, acepta pero avisa que llevará una grabadora, porque él no actúa a espaldas de sus compañeros.

López Mateos promueve la campaña previsible de linchamiento moral de los disidentes. Se les trata como enemigos de la patria, rojillos perniciosos, oprobio nacional. Otro episodio de la lucha de clases en el que a los trabajadores se les mide a través de los insultos y la negación de sus derechos. El sindicato se explica mal ante la opinión pública, pero aunque planteara su causa de modo óptimo ningún órgano de prensa publicaría sus alegatos. Casi sin excepción, los medios, “en nombre de la libertad”, agreden a los huelguistas (Luis Spota publica Las horas contadas, una novela en la que las fuerzas naturalmente oscuras conspiran contra México desde los escondrijos del Sindicato Ferrocarrilero). Hay movilizaciones de los maestros de la Sección IX, los electricistas, los telegrafistas y un sector de estudiantes de la UNAM, y esta batalla por los derechos sindicales y civiles alimenta la teoría de la conjura. El Zócalo se vuelve un espacio de la protesta sin cortesías políticas. El gobierno sólo admite la rendición incondicional y acusa de terquedad criminal a los huelguistas.

El 25 de febrero de 1959, López Mateos responde como patriota ante el extraño enemigo y el 25 de marzo decide que a él nadie le levanta la voz ni le declara una huelga. Se produce lo que se llama entonces el “vallejazo”: en una operación a cargo del Ejército, 10 mil ferrocarrileros y el comité del sindicato son apresados el mismo día. “Una banda de subversivos no puede detener el progreso del país”, vociferan las ocho columnas de los diarios (una cabeza del 3 de octubre de 1968: “Una minoría sectaria pretendió desviar el rumbo de la Revolución”). En el blietzkrieg varios resultan muertos, y a un joven dirigente de Monterrey, Román Guerra, se le asesina en la tortura. Al cadáver se le pintan las uñas de rojo. “Fue un vulgar crimen de homosexuales”, es la explicación policiaca.

Se reprime el sindicalismo independiente y a los líderes ferrocarrileros se les condena por ataque a las vías de comunicación, sabotaje y por el delito de disolución social (artículos 145 y 145 bis del Código Penal Federal), creado para combatir a los partidarios del nazifascismo durante la Segunda Guerra Mundial, y que sólo se aplica contra luchadores de izquierda hasta 1952. Los procesos judiciales son una farsa patética y los conduce el magistrado Eduardo Ferrer MacGregor, un icono de la degradación del Poder Judicial (él sentencia también a los presos del 68). A los despedidos (cientos de ellos) no se les indemniza.

A los ferrocarrileros se les dedica una sentencia monstruosa (de más de 30 años que terminan siendo 11 y medio), y que cumplen en las cárceles de Lecumberri y, después, de Santa Marta Acatitla. Elena Poniatowska, que escribió El tren pasa, novela basada en Vallejo, lo evoca: “Vallejo era un preso al que no le gustaba levantarse por las mañanas para rendirle honores a la bandera, lo que provocó que varias ocasiones fuera castigado en el apando (celda de castigo). En prisión, criticaba a sus compañeros por considerar que no se esforzaban en continuar la lucha. Decía que un luchador siempre lo es, aun en las condiciones más adversas”.

En las no muy abundantes manifestaciones de izquierda de 1959 a 1967, una consigna inevitable es: “¡Libertad a los presos políticos!”, la que retoma el Consejo Nacional de Huelga en 1968. Pero lo cierto es que el abandono, la indiferencia y el olvido son la respuesta a las justas exigencias del puñado de presos políticos. Éstos no ceden, mantienen su postura y nunca se declaran culpables de lo que no han hecho. De manera muy servil, el Poder Judicial, como lo refrenda en 1968, está a las órdenes del Poder Ejecutivo; senadores y diputados no registran la existencia de los presos; los “defensores del estado de derecho”, jamás preocupados por los grandes despojos a cargo de la clase en el poder, aluden de vez en cuando a los vallejistas para felicitar al gobierno por su mano firme. “Se necesitan esos tamaños”, se dice en las semanas siguientes al vallejazo. Y López Mateos es considerado el gobernante humanista que acuña su vanidoso apotegma: “En México no hay presos políticos, sólo delincuentes del orden común”.

En esos días no se puede escribir criticando la acción represiva, porque el gobierno aún cree en la magia de la letra impresa y le ofende ver consignada en las publicaciones a la disidencia. Recuerdo una escena de fines de marzo de 1959. José Emilio Pacheco y yo acudimos a un programa de la XEQ a comentar la poesía latinoamericana. Hablamos del poeta peruano César Vallejo al que nos referimos simplemente como Vallejo, o el gran Vallejo. La segunda vez que lo hacemos quitan el programa del aire. La censura unifica a todos los que llevan el mismo apellido.

López Mateos es un ejemplo de la manía del propietario de la Presidencia. “Mientras yo esté aquí, se hará lo que yo quiera”. Entonces, no se tiene muy presente el poder de los empresarios y de la derecha organizada. Luego vendrán las revelaciones evidentes: nadie es tan fuerte como para gobernar por su cuenta.

Carlos Monsiváis

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