Esta crónica está basada en una serie de testimonios que Ricardo Valderrama, asesinado el pasado martes 2 en el estacionamiento de la Facultad de Filosofía y Letras, en Ciudad Universitaria, le proporcionó entre marzo y junio de 2008 a la doctora Nuria Araiza para la preparación del coloquio Tráficos: cultura y subjetividad, que se realizó en la Ciudad de México el 19 de junio de 2008, organizado por 17, Instituto de Estudios Críticos. El miércoles pasado, la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal anunció la captura de León Tagore Ponce Jiménez, alias El Patrañas, quien presuntamente asesinó a Valderrama por el control de la venta de estupefacientes en el campus universitario.
En abril de 2008 El Valde salió de la cárcel y se puso a llorar. Era la una de la mañana y estaba solo afuera del Reclusorio Sur. La ciudad le daba miedo, se había olvidado de que existían coches, luces, espacios abiertos, el sonido de tus propios pasos en la noche. “Cuando salí, no sabía ni para dónde, ni qué hacer. Lo único que hacía era llorar, pero ya nada más me volteaba para el otro lado y se me salían las lágrimas”. El Valde había ingresado a la prisión cuando tenía 21 años y salía 10 años después. Adentro había dejado sus veintes y rara vez estuvo ante un espejo que, en el encierro, son considerados armas. En la revisión de cinco horas que los custodios te hacen para salir –revisan que seas el mismo y no otro que te secuestró y te dejó amarrado en un ducto para intentar una fuga fácil– miró la fotografía de su ingreso: “Me encontré con el chavito que había entrado. Con el pelo largo, sin tantos tatuajes”. El Valde no se echó de menos, simplemente no se reconoció.
Regresó a casa de su madre –no conocía otra– en las inmediaciones de Ciudad Universitaria, en Copilco, donde ya su hermanastro estudiaba en el CCH Sur y los sábados ayudaba a poner jardines hidropónicos en las azoteas de la ciudad. El Valde volvió, después de una década, en un taxi y con el dinero que había ganado en la cárcel, haciendo lo único que sabía: vender drogas. El capo del Reclu-Sur, Don Lalo, le dio 100 pesos para que se las arreglara afuera y le pidió que le hiciera algunos “favores” ahora que estaba libre.
No –dice El Valde que le contestó al jefe de los tráficos dentro de la prisión–. Aquí los que quiera. Afuera es otra cosa.
Su madre, que a finales de los años setenta trabajaba en Levi’s de México y había conocido al papá de El Valde, Ricardo Valderrama Elizalde, quien había administrado los baños portátiles sani-rent, ahora vendía ropa en el ambulantaje: saldos. Su madre, que se lo había llevado a los Estados Unidos para vivir en casa de Nancy que ayudaba a los niños con síndrome de Down, ahora bregaba por los tianguis para vender sudaderas. A su padre no lo veía desde los 12 años. El Valde tenía el nombre de su padre y el de su padrino, Eduardo, el de los jeans Edoardo’s y los trajes Kurian. Pero tampoco lo veía ya. Él creía que su padrino también había caído en la cárcel por un fraude pero había salido bajo fianza. Nada de eso lo tenía claro. Quizá eran cosas que inventaba para no sentirse tan mal de su paso por los reclusorios Norte y Sur, en 10 años. El Valde, tratando de acostumbrarse de nuevo a la libertad, buscó a su padre por internet pero sólo encontró a un primo, en una constructora. No se dijeron nada porque la secretaria insistió en saber el motivo de la llamada. Él colgó.
El Valde tiene un recuerdo de niño. Estudiaba la primaria en La Salle y venía el Día del Padre. Todos dibujaban sus tarjetas cuando, de pronto, uno de sus compañeros, Iván, se acerca a preguntarle si “Valderrama” se escribe con “b” o con “v”.
–¿Y tú para qué quieres saber? –respondió El Valde.
Acabaron a golpes y en la dirección. “Yo les decía: ‘es que éste me está quitando a mi papá’. Y lloré y lloré y me acuerdo mucho de eso”. La escena final es que, al siguiente día, La Salle manda llamar a los papás de ambos niños. Él llega con su mamá. Iván, con la secretaria del licenciado Valderrama.
A quien El Valde sí encontró fue a una de sus exnovias, Jessica. Cuando la conoció en Ciudad Universitaria, ella estudiaba letras Italianas y tenía una niña de tres años. Ahora está casada con Alfonso y su hija es una adolescente; viven en Coacalco. A ella le confesó: “Me da miedo la ciudad, me da miedo cruzar una avenida”. Es Jessica la que lo ayudará a reconocerse, de nuevo, en los sitios que frecuentaba.
Al Valde le surge otro recuerdo: a los 15 años lo corrieron de la escuela Erasmo de Rotterdam, en Avenida Universidad, por retarse a golpes con una banda de los alrededores, de las unidades habitacionales, de esa clase media de Copilco, siempre entre la educación universitaria y el desempleo. “Nos vemos a la salida”, les dijo en 1992. Quién le hubiera dicho que, más de una década después, él saldría y tendría miedo.
En 2008 Jessica lo lleva a Ciudad Universitaria, al punto exacto donde la policía lo tacleó de la motocicleta, lo esposó, lo encapuchó y lo subió a una Suburban a la una de la tarde del 1 de abril de 1998. “Nos agarraron a tres. A mí; al Jimmy, que traía una mochila con coca y pastillas, y al Sabino, que se trató de tragar unos gramos de cocaína, pero le hicieron escupirlas”. Al Sabino lo golpean con una pistola en la cara. Los llevaron a la Fiscalía de Delitos contra la Salud, en el Monumento a la Revolución. Ahí fueron separados. A la mañana siguiente, El Valde recuerda que un guardia le grita al Sabino: “‘Órale, cabrón, toma tu desayuno, ¿o quieres que te lo dé en la boca?’. Y sale y le dice al oficial que nos estaba cuidando: ‘Oye, ¿sabes qué? Que ese cabrón está muerto’. El MP de turno dijo que se había suicidado”. Nunca se investigó por qué Sabino se había registrado con un nombre que jamás habían escuchado: Jorge Estrada López. A los sobrevivientes, Jimmy y El Valde, los llevan al Reclusorio Norte.
“Me llevaron primero al COC, el Centro de Observación y Clasificación, donde te hacen pruebas psicológicas. Hay presos que entran ahí porque le dan una lana a los custodios para que ‘los deje entrar por sus tenis’. Y te roban los tenis. La ropa no porque el uniforme es igual para todos: beige”. Al ingresar a la cárcel, El Valde es interceptado por unos reclusos que tienen acceso a los expedientes de los recién llegados. Lo meten a una celda, le enseñan navajas y cuchillos. “Si no nos das 20 mil para nuestro refresco, una de estas te va a entrar”. Eran la banda de extorsionadores del reclusorio: El Güicho, El Vagui, El Soto, Negro Reséndiz y los hermanos Tornel que habían intentado una fuga del penal de Santa Martha. Como las acusaciones contra El Valde eran de narcotráfico (la UNAM tenía videograbaciones de sus tráficos en Las Islas, junto a la Rectoría) y robo (unas computadoras en la Facultad de Derecho), además de posesión (38 gramos le costaron 10 años de prisión), los extorsionadores creyeron que era rico. Pero no. El Valde ganaba mucho pero lo gastaba casi todo. El dinero se le iba en fiestas, idas a la playa, drogas.
Ahí sus compañeros de celda fueron El Toby, que era un homicida de la colonia Gabriel Hernández, en Insurgentes Norte, que se divertía orinando desde su litera de arriba, y El Licenciado, un profesional del barrio de Tepito, serio, que salió al poco tiempo. Así que El Valde decidió defenderse con la única arma que dominaba: vender mota. Desde su llegada, conocía a algunos de los dealers de tachas en Coyoacán, a Rodrigo, que le presentó al capo de la prisión, Don Ramón, un hombre de San Luis Potosí que vendía las rutas del estado a los cárteles. Él lo protegió y, a su salida de la cárcel, Don Servando, el que había sido el contador de Don Ramón, se hizo cargo del negocio. La forma de introducirlo a los demás presos como su protegido es, por lo menos, curiosa: hizo que El Valde comprara 10 balones de futbol. Entonces pasó de celda en celda: “Este es El Valde y les regala estos balones para que salgan a hacer ejercicio. Él ya va a estar aquí conmigo”. Desde ese momento y ya con 30 kilos de mariguana qué vender –concesionados por Don Ramón–, El Valde se hizo de una labor en la cárcel. El tamaño de la venta es sólo discernible a través de un incidente: un motín de presos en 1999. Cuando los custodios les preguntan qué quieren, los amotinados responden: “Queremos mota”. Resulta que los controles para el ingreso se habían puesto más estrictos y había una eriza generalizada. “Fue el director, que era Leyva Peralta (Miguel Enrique), el que nos consiguió unos kilos y nos exigió a La Chiquita y a mí que vendiéramos”. Tras el motín, El Valde “se enferma de los nervios”, tiene pánico de salir a vender. En 2000 es trasladado al Reclusorio Sur.
Las cosas no son muy distintas ahí: El Güero y Don Lalo, respectivamente, un narco de Cancún y el comandante que se lo permitía, se pelean por el control de los tráficos dentro de la cárcel. Pero El Güero pierde por default: es trasladado a Puente Grande y, luego, extraditado a Estados Unidos. Es para Don Lalo que El Valde trabajará vendiendo unos 250 kilos de mota a la semana, que se convierten en casi 4 millones de pesos al mes, menos los 120 mil pesos semanales que se le pagan al comandante general, al jefe de Apoyo y al supervisor, quienes permiten la venta. Durante sus ocho años en el Reclu-Sur, El Valde recibirá por vender y llevar las tablas de ingresos y egresos 120 pesos al día y comida gratis con cerveza. Duerme en el dormitorio cuatro pero trabaja en el nueve: “Es como un hotel, ahí están los capos con su jacuzzi, su cocinero. El enganche es de 100 mil y la renta por vivir ahí es de 20 mil”. La mariguana entra por medio de las mujeres, en visita conyugal o en prostitución, dentro de sus vaginas envaselinadas en las que esconden los llamados “aguacates”, paquetes de drogas hilvanados en cinta canela. El Valde espera que salgan del baño las mujeres, laven sus paquetes, los pesa y los tasa. Como en las calles, El Valde compra barato y vende caro.
Pero ahora, en 2008, cuando Jessica lo lleva al exacto punto de la Facultad de Filosofía y Letras en donde lo atrapó la policía, El Valde recuerda los piojos de la cárcel que te carcomen la ropa y la carne; el agua que saca ámpulas al bañarse, los huevos verdes de los desayunos hervidos; la antena de televisión para fumar la piedra de coca; al violador de Coyoacán que vio fundando una iglesia de Testigos de Jehová para protegerse de las consabidas represalias; a Manuel Sánchez, de la ETA; a Enrique y Adrián Aranda, uno profesor de una universidad privada de donde secuestraban a sus alumnas; al que se disfrazaba de Miguel Hidalgo los 15 de septiembre o de “ahorcado” cuando alguien se ahorcaba en la cárcel; a los travestis inyectándose aceite en los pechos; al Pajarito, un señor que nadie quería en su celda y se paseaba con un costalito con sus cosas. Ese Pajarito le pegó una vez y le abrió la boca. Hasta la fecha, El Valde puede sentirse con la lengua la cicatriz que le dejó adentro de los labios. Es por eso que le dice a Jessica:
–¿Tú sabes lo que estoy sintiendo cuando me traes hasta aquí?
–Pues qué bueno que sientas algo –le responde ella–. Eso quiere decir que sigues vivo.
Tras una charla en el Parque de La Bombilla de San Ángel, Jessica deja a El Valde para irse con su familia. Son las cuatro de la mañana y El Valde debe caminar hasta la casa de su madre y hermanastro. Les tiene miedo ahora. Recorre las calles donde todo empezó, tan fácil. Insurgentes, Miguel Ángel de Quevedo, Universidad, Copilco. Son las mismas que yo recorría cuando iba a la Universidad. Conocí a decenas como él. Para ellos, como para El Valde, todo resultó simple, una especie de destino: en un parque hay una preparatoria Juan Escutia donde hay un punk, El Charlie, que vive en la unidad habitacional del Altillo. Charlie, de 19 años, y El Valde, de 14, van al Chopo los sábados. “Me empezó a llevar al punto donde vendían mariguana, que era en la Facultad de Ingeniería, con Apolinar Delgado, El Poli. El señor veía que éramos una bandita como de ocho que cada tercer día llegábamos a comprarle que sus 20, 30 pesos, a la salida, a las 10 de la noche. Y nos pide que no vayamos tantas personas, y entonces nosotros le pedíamos la lana a los demás y por comprarle unos 300 pesos, ya me daba mi pilón gratis, para mí. Al rato yo ya no ponía dinero, hasta me sobraba”. Matan al Poli en la Facultad de Derecho. Él tenía un 18, es decir, uno que le echaba aguas con la policía universitaria. Se llamaba Enrique Gavilán. Después de que matan a balazos al Poli, Gavilán “me lleva al espacio escultórico donde, entre las rocas, tenían unas bolsotas de mariguana. Mira, mitad para mí, mitad para ti. Me la llevé en la bicicleta. Parecía yo Santa Claus”. Así de fácil El Valde se hace vendedor de mota.
“Él me empezó a recomendar con la banda: si quieres 20, te los vende El Valde, si quieres un kilo, yo te lo vendo. Empezaron a bajar a Las Islas de la UNAM unos con pastillas, otros con ácidos, tachas, hasta hongos y peyote. Éramos como ocho. Me empecé a meter en Coyoacán, frente al Hijo del Cuervo, debajo de la palmera. En El Chopo, los sábados, 5 mil pastillas en unas horas. Ya vendía unas pastillas de Rohypnol que me vendía una señora de Copilco El Bajo que trabajaba en los laboratorios Roche en control de calidad y se quedaba con las medicinas defectuosas. Empezó a llegar un señor de Oaxaca que me daba cinco o seis bolsitas con jalea de opio. Y alguien me dijo que debería ir a Guerrero, en la sierra de Atoyac, donde tienen los secaderos de mariguana. Y fui con un señor que era trailero y me dejaba los kilos en el Puente de Perisur”.
El Valde busca la mayor ganancia, ahora, hoy, hoy, hoy –como nos enseñan los exitosos–, y acaba por ir a Cuernavaca. Lleva a sus novias a Tepoztlán –“tienes dinero, eres popular, muchas chicas se te acercan y quieren andar contigo y todo”– y recogen los cargamentos en Cuernavaca. Un día, El Tor de Naucalpan le pide que lo lleve a su fuente inagotable de mariguana. “Cuando llegamos, que veo unos boquetes en el zaguán de la puerta, boquetes como de balas. Y que se me ocurre asomarme por uno y veo que las señoras a las que les compraba están, así, muertas”.
Y en 2008, El Valde recuerda caminando hasta la casa de su madre los tiempos en que creyó que “todo mundo quería verme, que la gente estaba satisfecha conmigo”, y ahora, a sus 32 años, 10 de ellos en la cárcel, se da cuenta de que “realmente no querían estar conmigo, sino con lo que les vendía”. Esa soledad sin siquiera un laberinto. “Mi trabajo siempre fue vender drogas, y ahora que ya no las vendo, pues no sé hacer nada”. Llega caminando a la casa en las afueras de la Universidad, en la que jamás entró a un salón de clases, salvo para vender, contar dinero o esconderse. Como antes de su aprehensión pensaba irse a vivir a Los Cabos, Baja California Sur, ahora piensa en irse a Europa, “a pertenecer a algo”, pero no tiene pasaporte porque no tiene credencial de identidad porque sus derechos políticos fueron suspendidos desde su entrada a la cárcel.
El Valde no es una historia de un traficante lejano, absurdo, extravagante. Es la de un chavo que padece la falta de espacio para evitar la grieta que tiene bajo los pies. Que cae directo en ella porque le falta pertenecer. Si algo perdió México en su generación nacida a finales de los setentas y las posteriores fue la idea de la pertenencia. Las narrativas de sus muertes, ejecuciones, detenciones, son anti-narrativas: hay una cabeza aquí, un narcomensaje allá, un tiroteo más allá. No se entiende nada. ¿Por qué empezaron a vender? ¿Cómo aguantaron la cárcel? ¿Qué se hace cuando se sale en libertad a un país que te repudió? Nadie sabe, nadie quiere saber. Se apunta el número de ejecuciones y se hace una gráfica. Se usa la “inseguridad” para crear a una subclase –los narcotraficantes– que borra la verdadera clase, los pobres.
Escribo esto porque yo he visto a esta clase media irse entre las grietas. Si algo, El Valde –“¿Sabes qué les digo ahora? Que El Valde ya no existe. Que ahora soy Ricardo Valderrama”– me habla del descenso de los estudios como ruta de ascenso. Me habla de la no-pertenencia en un no lugar llamado México. Me habla de la aplicación en el mundo ilegal de principios empresariales en el mundo supuestamente legal. ¿Cuál es la diferencia entre Televisa o Televisión Azteca y El Chapo Guzmán? Me dice que la cárcel es un espejo donde están prohibidos los espejos.
Después de todo, Ricardo Valderrama regresó, por razones que no conozco, a la Universidad Nacional. Fue a las Islas, su refugio de traficante, noviero, amigo del relajo. El 12 de junio de 2009, a las 13:15, casi a la misma hora en que lo habían aprehendido 10 años antes, recibió dos balazos que le dispararon desde una motocicleta. Cayó sobre unos botes de basura en la Facultad de Filosofía y Letras. Los estudiantes trataron de rea¬nimarlo, pero murió. Lo imagino acurrucado en sí mismo, acaso recordando cuando, en la cárcel, Don Lalo le pidió que cuidara durante cinco días al hurón que le iba a regalar a su esposa en su cumpleaños. “El hurón hasta se encariñó porque se dormía conmigo. Pero el día que llegó la mujer del señor Lalo se lo tuve que bajar. El hurón no se quería ir con ella, ¿no?, porque… este… ayer me estuve acordando de eso”
Autor: FABRICIO MEJíA MADRID
miércoles, 24 de junio de 2009
Confesiones de un vendedor de mota
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1 comentario:
y lo peor que el que lo mato anda libre rondando de nuevo por las Islas..
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